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UN PREMIO NOBEL ARGENTINO EN RUSIA

Artículo publicado en La Prensa de Buenos Aires, en su edición del 8 de setiembre de 1969 (La versión original de esta nota fue publicada en Televicio Webzine en setiembre de 2010).

DE RUSIA CON AMOUR

En diciembre próximo pasado, en ocasión del habitual brindis de fin de año que con su justamente saludada liberalidad y don de gentes celebrara mi querida amiga Delia San Marco Porcel (¡ah, qué magnánimo cognac, amiga Delia!) tuve la oportunidad de departir amablemente con el attaché culturel de la embajada de Rusia, el señor Vyacheslav Gaidar. El distinguido funcionario demostró un acabado conocimiento de la literatura argentina y de mi obra (si es que ambas cosas no son lo mismo) y comparó ciertos pródigos versos de “La Tierra” que se refieren a los campos de San Andrés de Giles con los que un poeta de su tierra, Yaremchuk, dedicara a las no menos feraces tierras negras de Ucrania. Gaidar estableció incluso un paralelo entre la bravura y el alma centaura de los gauchos y los cosacos, y tuvo el tino de invitarme a comprobarlo in situ, visitando su patria por cuenta del Ministerio de Cultura de Rusia. Tras dudar un instante acerca de la conveniencia de visitar tierras tan lejanas en estos años de Guerra Fría y de denodados conflictos ideológicos, acepté la invitación: ¿iba a dejar yo que el velo de las polémicas del siglo me impidieran penetrar los misterios eternos del alma rusa? ¿Perderme la oportunidad de conocer el Kremlin o el Palacio de Invierno por respetar un taboo propalado por agentes del comunismo prochino? ¿Qué pensaría de nosotros uno de nuestros descendientes del siglo XXII si supiera que nos negamos a vivir una experiencia cultural de esta magnitud por el estúpido escrúpulo de odios que, para ese entonces, ya serán apenas historia antigua? Fue así que, en compañía de mi esposa Beatriz, el pasado 18 de agosto emprendí el viaje a Moscú en un vuelo de Aeroflot, con escala en Zurich.

Llegamos en medio de un verano ruso algo más cálido de lo normal, lo que lo hacía del todo indistinguible del estío porteño. La ciudad estaba alborotada porque al día siguiente estaba previsto que el premier Leonid Brézhnev recibiera al President norteamericano Richard Nixon para debatir sobre la crisis de Oriente. Misha, el simpático traductor y enlace que el Ministerio de Cultura de Rusia puso deferentemente a nuestra disposición, nos recordó que la semana pasada había estado de visita oficial Eduardo VIII de Inglaterra, y que tanto la visita del monarca inglés como la del presidente norteamericano y la mía propia indicaban la voluntad de Rusia de ser parte activa e integral de una pacífica comunidad internacional. ¡Sabias y justas palabras! respondí.

En el viaje del aeropuerto Sheremétievo al Hotel Hermitage pude apreciar que Moscú es una metrópolis moderna sin que por ello haya perdido espiritualidad (¡ay libertina Nueva York, ay decadente San Francisco!) ni cedido un ápice de su alma. Las calles están limpias, impecables: no se ven ni mendigos ni hippies ni manifestantes que obstaculicen el tránsito, y el delito es inexistente. Aerodinámicos Lada que harían las delicias de Marinetti y elegantes Auto Union y Mercedes Benz alemanes surcan las avenidas de la capital, Tverskaya, Brusílov, Kolchak, Kutúzov. Un prodigio arquitectónico del siglo XX como la Torre Gagarin (es fama, el rascacielos más alto del mundo) coexiste con la Torre Sujarev, exquisita expresión del barroco moscovita.

Esa noche, cuando fuimos a cenar con Beatriz a un bistró de reciente inauguración, aprovechamos para recorrer brevemente la metrópolis moscovita. Vimos parejas de enamorados paseando a la vera de las efigies de los adustos militares que integraran los sucesivos Directorios Negros a partir de 1918, vimos los parques dedicados a sus victorias sobre Polonia en 1928, Finlandia en 1929, Alemania en 1931, Francia en 1937, Inglaterra en 1939, Italia en 1944, que se comparan favorablemente con nuestro Palermo o el neoyorquino Central Park en cuanto a belleza y pulcritud.

Al día siguiente, tuvimos la oportunidad de rendir un homenaje al valor de los soldados rusos en la Segunda Guerra Mundial, visitando el Monumento a la Victoria y ofrendando un arreglo floral a aquellos hombres que cambiaron la historia del mundo. Ante la ofrenda, y mientras miraba las banderas de las naciones aliadas a Rusia en aquella conflagración, Alemania, Hungría, Italia, España, sentí como un insulto la ausencia de nuestra enseña de inspiración belgraniana, y recordé la obcecación de nuestras clases dirigentes de aquellos años, que antepusieron su viejo y mórbidamente reseco culto de la civilización atlántica europea a la sangre nueva de las nuevas ideas que, comenzando con el aplastamiento de la insurgencia bolchevique en 1918, vivificó el espíritu de las naciones escocidas por las matanzas sin tino de la Gran Guerra. Misha me recordó que se decía que, en el seno del misterioso y anónimo Directorio Negro que rigió los destinos de Rusia entre 1918 y 1950, se llegó a discutir, tras la conquista de París en 1937, el desmonte de la Torre Eiffel y su traslado a este mismo solar. ¿Qué mejor símbolo de la victoria que ése? Es fama que sólo la intervención de Benito Mussolini salvó a París de semejante escarnio: el entonces aliado y luego enemigo dio muestra menos de compasión o de francofilia que de recelo de los atronadores éxitos de sus aliados, siempre prisionero de esas patologías egocéntricas propias del líder como son la soberbia y la envidia. ¡No por nada los nombres de los miembros del Directorio Negro fueron secretos hasta 1949, y los alemanes prefirieron una Junta Militar encabezada por Guderian y Rommel a los delirios de aquel cabo austríaco cuyo nombre ya ha pasado al olvido! ¡Decididamente, no es el siglo de Carlyle!

Esa noche, el Ministro de Cultura Anatoli Serebriánikov tuvo la deferencia de ofrecer una cena en mi honor en la sede del Palacio de la Cultura, ante representantes de las artes y las ciencias de su gran nación. ¡Qué pequeñas me parecieron entonces las polémicas guerrillas diarias que me acechan, como a todo cultor de la elevación del espíritu, en esta bulliciosa y tan poco pensante Atenas de pies de barro del Río de la Plata! El propio ministro tuvo palabras muy cordiales para conmigo. Mientras charlaba con él, un hombre corpulento, rosado y canoso, nos descubrimos un cierto parecido físico, la coincidencia de que ambos estamos casados con respectivas primas hermanas y un común amor por Aleksandr Blok. “Sólo me falta su talento literario y su Nobel”, bromeó el señor ministro, un funcionario inteligente y sensible al borde del oxímoron.

Al día siguiente se produjo el arribo de Nixon a Moscú, y me fue prácticamente imposible salir del hotel. Conversando con Misha, pregunté si era posible visitar la lejana República Autónoma de Israel en el Asia Central Rusa, destino ofrecido por el Directorio Negro a los millones de judíos de Europa en medio de los desgraciados conflictos raciales de los años ’30 y ’40. Misha me respondió educadamente que los continuos choques fronterizos con fuerzas del gobierno comunista chino y la postura extrañamente ambigua de las potencias autodenominadas “democráticas” como Japón, Estados Unidos y Australia hacían que fuera imposible garantizar la seguridad de visitantes ilustres como mi esposa y yo, pero que gustosamente podía proporcionarme, si lo deseaba, material gráfico o audiovisual que testimoniara la bucólica vida de los judíos en su república, donde habían podido reconstruir su Israel bíblico, a salvo de las persecuciones de antaño. En el mismo tono respetuoso, me pidió que no diera crédito a la campaña de prensa orquestada por los comunistas y sus aliados dentro de la comunidad judía en América, que intenta usar falsedades demostradas como la inexistente “Doctrina de la Solución Final” para envenenar las relaciones entre la Europa liderada por Rusia y los países del Hemisferio Occidental.

Queda para otro artículo la crónica de mis visitas a San Petersburgo, a Ucrania y a la amable costa rusa del Mar Negro, tan apta para la pintoresca digresión y el apóstrofe gallardo que no tiene lugar en esta apretada referencia a mi premiado tránsito por Moscú. Sí quiero agregar, usurpando el título de un popular filme americano de hace unos años, que en Rusia sólo recibí demostraciones de afecto y reconocimiento a mi obra, y que no percibí en ningún momento esa atmósfera de dictadura militar de índole policial que los adláteres locales e internacionales del comunismo nos han acostumbrado a temer. Espero que la pasada visita del primer mandatario norteamericano ayude además a descomprimir las tensiones internacionales y a dejar en claro que entre naciones amantes de la paz no caben los resquemores ni los odios basados en pasados enfrentamientos. ¡El enemigo es muy otro, señor Brézhnev, señor Nixon!

Carlos Argentino Daneri

Buenos Aires, setiembre de 1969

El autor, Premio Nobel de Literatura 1958, nació en Buenos Aires en 1899. Publicó, entre otros libros, el poemario " La Tierra" y las novelas "El Aleph", “El zahir” y “Tlön”, saga protagonizada por uno de los personajes más ricos de la literatura del siglo XX, “el pobre literato Borges”, en palabras del autor. Daneri es frecuente colaborador de este periódico desde 1954.

 

 

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