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INSPIRACIÓN
(Nota originalmente publicada en 45 RPM).
Nada.
Nada.
No, eso no.
Tampoco.
¡No se me ocurre nada, che!
No, muy trillado.
No hay caso. ¿No hay un teléfono para llamar en estos casos?
¿Por qué me pongo en estos compromisos? No aprendo más.
Nada.
Bueno, allá vamos y que sea lo que Dios quiera. ¡Corazón y pases cortos! Escribir las páginas iniciales de esta revista siempre le resultó complicado a esta redacción. Tomar la voz de todos, ser un poco todos sin dejar de ser uno mismo, dar un matiz de unidad (siquiera falso) a una edición conformada por notas de lo más heterogéneas, abrir un número con una nota de peso, y todo eso antes de tal día y a pesar del tiempo que se llevan los afectos y las ocupaciones con las que nos procuramos el sustento: si se me permite la metáfora algebraica, una ecuación con demasiadas incógnitas, que no todos somos capaces de despejar siempre. ¿Y si encima no se nos ocurre nada?
El mínimo oficio que uno puede tener recomienda comenzar leyendo algo que escribió antes, para tomar confianza o para detectar ideas que se puedan aprovechar. Pero puede pasar que lo que uno descubre es que antes era mejor, o que nunca escribió nada que valiera la pena. Entonces recurre a las notas que suele tomar cuando se le ocurre algo... siempre que las encuentre. ¿Estaban en esta PC o en la del trabajo? ¿O en el cuaderno de tapa anaranjada? Mientras las busca, uno se pregunta: ¿es mejor tener un plan previo del artículo o es mejor abandonarse a los vientos de la inspiración? Me acordé de una nota a Charly García en TV hace poco, hablando sobre "Bicicleta" de Serú Girán: decía que esa maravilla que es "Desarma y sangra" había sido compuesta en no más de diez minutos. ¿"Inconsciente colectivo"? Casi le fue dictada en un sueño: se despertó y, más que escribirla, lo que hizo fue sentarse a transcribirla. Pero bueno, es Charly: no sirve como medida.
Iba por la mitad del párrafo anterior cuando me acordé de aquel artículo (de hace no menos de veinte años) en el que Gabriel García Márquez confesaba que estaba empantanado en medio de una novela y que no se le ocurría cómo seguir. Ése es un tema muy frecuentado por literatos y aspirantes a serlo: el del famoso, trillado "miedo a la hoja en blanco". Me acordé de Dashiell Hammett, quien a duras penas pudo terminar "El hombre flaco", y durante los siguientes treinta años apenas pudo escribir unas carillas. O de Juan Rulfo: en dos libros notables dijo todo lo que tenía para decir y entonces se llamó a silencio.
En tales trances, a Osvaldo Soriano lo solían salvar los gatos, que siempre aparecían trayendo una idea salvadora consigo. Raymond Chandler recomendaba sentarse y no hacer nada: a la corta o a la larga, el hartazgo llevaba a escribir. ¿Pedir ayuda? Los torrenciales Dumas mantenían todo un ejército auxiliar de escritores fantasmas: no es mi caso. ¿Resignarse a que uno es incapaz de hacer nada bajo presión? ¡Boludo! Boecio escribió "De consolatione Philosophiae" esperando su ejecución, allá por el remoto año 525 de nuestra era, y Gramsci escribió parte de su obra en las cárceles fascistas. ¿Qué entendés por "presión", gil?
¿Y si salgo a dar una vuelta, o me voy a casa de mis viejos y dejo todo para pasado mañana? Bien, pero ¿y si no alcanza? Cito a Hemingway: "la única cosa de la que un escritor puede estar seguro a lo largo de su existencia es que todo el mundo intentará impedir que escriba. Familia, escuela, ejército, dinero, política, amigos, enemigos, conocidos y críticos". Raymond Carver podría ser la demostración de este punto: completó toda su obra en los momentos que le dejaban libres los trabajos que le daban de comer, cartero, empleado de una estación de servicio, lo que surgiese. También me ocurre recordar que se dice que Franz Kafka sacrificaba lo mejor de su tiempo y de su ánimo en una rutinaria y desangelada oficina de una aseguradora de Praga. Pero ¿y si a lo mejor necesitaba perderse en intereses compuestos y pólizas y vencimientos para conocer o recuperar su verdadera cara?
¿Marcel Proust escribía en la cama, al igual que el último Onetti y creo que Truman Capote? Roberto Fontanarrosa lo hacía en su estudio, con horarios y ritmos propios de una contaduría o un bufete de abogados. ¿Roberto Arlt escribía lo más bien rodeado del bullicio de la redacción de un diario? Bien, Horacio Quiroga lo hacía en medio de la selva misionera, y Adolfo Bioy Casares se iba a la estancia familiar, mientras que Manuel Mujica Láinez elegía las sierras cordobesas. Soriano terminó su último libro en una casa alquilada, cerca del Faro de Punta Mogotes, en Mar del Plata. Jorge Luis Borges escribió nada menos que "El Aleph" y "Ficciones" en el sótano de una biblioteca de barrio: apuraba la labor diaria en una hora y le quedaba el resto para leer o escribir.
En fin: ya es noche cerrada y el pescado sin vender. Concentrémonos en el comienzo: tal vez sea cuestión de escribir un par de oraciones y luego seguir el camino que parezcan indicar. Parece prometedor, pero ¿por dónde comenzar? Dice Graham Greene en "El fin de la aventura": "una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante". En ese sentido funciona el brusco y memorable comienzo de "Los lanzallamas" de Arlt (si bien es, en realidad, una continuación de "Los siete locos"). "El Astrólogo miró alejarse a Erdosain, esperó a que éste doblara en la esquina, y entró a la quinta murmurando: - Sí... pero Lenin sabía adónde iba". ¿Cómo no seguir leyendo después de esas frases? Este principio que ahora transcribo (bueno, ahora lo que se dice ahora no, tenga paciencia aunque sea por un renglón, amigo lector) es brillante: "Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Ítalo Calvino, 'Si una noche de invierno un viajero'. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea". Todo muy bien, pero... Hasta ahora, no ha sido de gran ayuda.
¿Y el ritmo de la escritura? ¡Porque no es sólo cuestión de comenzar! León Tolstoi proyectó escribir "Ana Karenina" en quince días: le llevó tres años. La saga que hoy (¿des?)conocemos es la cuarta versión: las tres anteriores terminaron en la basura una vez completadas. El prolífico y brillante Georges Simenon ejecutaba las novelas de su personaje Maigret en una semana, y llegó a ofrecerle a sus editores escribir una de ellas en una vidriera, a la vista de todo el mundo. García Márquez despachó la maravillosa "Crónica de una muerte anunciada" a un ritmo de una página por día. William Faulkner se tomaba un mes para terminar una novela, pero Leopoldo Marechal necesitó años para terminar "Adán Buenosayres". A quienes les va peor es a quienes tienen la superstición del acabado perfecto de una página. ¡En verdad no extraña que dos escritores de ese tipo, como Scott Fitzgerald y Raymond Chandler, fueran alcohólicos empedernidos!
Finalmente, me acordé de un artículo de Osvaldo Soriano, que yo leí en la contratapa de Página/12 hará quince años, y que fuera recopilado en el querible "Piratas, fantasmas y dinosaurios". El artículo, escrito seguramente en un momento de bloqueo, recordaba varios casos famosos de bloqueos de escritores, y en un momento recomendaba correr a la biblioteca, a pedirle auxilio a los libros que uno quiere como amigos. Así las cosas, hoy llegó el fin de semana, armé mi bolso y viajé a la casa de mis padres. (En un cajón encontré un viejo cuaderno de tapa anaranjada, pero ya era unos cuantos párrafos demasiado tarde). En la biblioteca, en un anaquel que compartía con otras obras del marplatense y con volúmenes de Arlt, Hammett, Chandler y "Asesinato en el Comité Central" de Manuel Vázquez Montalbán, estaba nomás "Piratas, fantasmas y dinosaurios".
Me hice un café y abrí el libro. ¿Estará acá la solución?
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