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EL ALTAR DE PRAGA: UNA AVENTURA DEL DETECTIVE RED HARVEST

 

Cuento escrito especialmente para el Libro de Oro Cinefanía 2014, dedicado al Cine y la Novela Pulp, que debía salir en diciembre pasado... pero el Diablo metió la cola. Lo publico ahora porque se viene Noche de Brujas (?).

 

Descubren temprano filme de Orson Welles”. New York Times, 11 de agosto de 2013

 

No me gustaba su cara y no me gustaba su historia, pero el rojo de mi cuenta bancaria me gustaba aún menos, y entonces tomé el caso. Salí de la mansión del cliente con el tiempo justo para depositar el adelanto en el banco, hice algunas averiguaciones en la Biblioteca Municipal y volví a la oficina para tomar un café con un toque de whisky. Estaba por salir cuando entró Ella. Como siempre que Ella entra a una sala, pareciera que el universo se detiene a admirarla. Y lo bien que hace.

- ¿Q… qué te dijo? ¿Qué sabe? – dijo con un hilo de voz.

Me acerqué y la besé. Fue como besar un árbol de levas. Esto iba a ser difícil.

- No me dio la impresión de que supiera nada – dije, y al instante dudé de mi seguridad. ¿De verdad Méndez Uriarte no sabía nada?

- Me llamó para contratarme por un caso que no me gusta mucho, pero necesito el dinero. Tengo que negociar por él la compra de una cierta película, que parece que es muy valiosa, y él teme que, como es un crítico y coleccionista conocido, se aprovechen de eso para cobrarle más.

Ella estaba tan nerviosa que no podía contestar. Me miró, y suplicó con la mirada por un vaso. Le alcancé uno, ella miró resignada algunas venerables huellas de pasados tragos y se sirvió una medida generosa. O más que generosa. Una medida magnánima. Estaba tan asustada que era irresistible. Me senté, la contemplé un instante, luego miré por la ventana que daba a la Plaza Peralta Ramos, suspiré, tomé la libreta de notas y empecé a leer.

- “El altar de Praga“. Relato de un tal Howard LaVey aparecido en una revista pulp del montón, Dark Stories, en 1944. Versión para cine, mismo título, 1947. Duración 83 minutos. Director, Stewart F. Brainer. Varios nombres así, desconocidos, se sospecha que ficticios, razones contractuales. Historia absurda y confusa, sobre un culto nazi que exige sacrificios humanos a un dios extraterrestre. Fracaso comercial pero… - alcé la vista para confirmar que Ella me estaba prestando atención - hay un llamativo plano secuencia inicial de dos minutos cincuenta, muy parecido al de “Sed de mal” de Orson Welles. Tu marido dice que es tan parecido porque ese Brainer es Orson Welles mismo, que eso es sin duda importantísimo para la historia del cine etcétera, que cierto personaje desfigurado bajo un kilo de maquillaje es Joseph Cotten, y que entre los extras está una tal Marilyn Monroe. No queda ninguna copia, dice la omnisciente enciclopedia del cine de William Petty. Aparentemente. Porque, y aquí es donde entra tu marido, aparentemente sí queda una copia, y él sabe quién la tiene, un tal Manzano, y vive en esta ciudad. Y yo tengo que ir a comprársela. Preferentemente por las buenas.

Mientras tanto, Ella se retocaba la pintura de los labios. El color era un rojo tan brillante que daba la sensación de arder. Guardó su espejo y su lápiz labial en el bolso, me miró y preguntó, sagaz:

- ¿El vendedor no desconfiaría de un comprador que no sepa nada de cine?

- El vendedor, por lo que dijo tu marido, es sólo un poseedor, no es un cinéfilo, y muy probablemente ni siquiera conozca el valor de lo que tiene entre manos.

- ¿Y por qué te elegiría para una tarea que podría hacer un abogado?

- Le hice la misma pregunta. Me dijo que porque cree que un detective puede ser más persuasivo.

- Doy fe de eso – respondió, apenas esbozando una sonrisa.

Me paré, di la vuelta a la mesa, tomé a Beatriz de las manos, la hice pararse, la rodeé con mis brazos sin soltar sus manos y la besé. Este beso estuvo mucho mejor. Pero no tanto como los siguientes.

 

La mansión a la que me había hecho invitar por teléfono para discutir el tema de la película estaba camino a Santa Clara. Las luces de la ciudad comenzaban a encenderse, y la luna llena asomaba sobre el mar. Del palacete en sí, baste decir que hacía juego con cada uno de los millones de su dueño. No era el Palacio de Buckingham, pero si hubiera visto pasar por el jardín a la Princesa de Gales, persiguiendo a un rubio y fornido profesor de equitación, no me hubiera sorprendido demasiado.

El criado que recibió mi tarjeta de presentación a nombre de Gabriel Rojo era un caballero muy gentil, de unos sesenta años, cabello cano y escaso, arrugado como una tortuga y de un envaramiento sólo comparable al de un empalado. Tras reprimir un bostezo, me solicitó que lo acompañara hacia la sala principal, a través de un sendero que pasaba entre los hermosos árboles del parque.

Un hombre muy cordial y elegante me dio la bienvenida. Tardé un instante en comprender que era el propio Manzano, porque sus facciones rubicundas y su leve acento sugerían prepotentemente otro apellido, menos hispánico y más centroeuropeo. Pensé que tal vez Manzano era una traducción. Pero eso no era lo único llamativo en él: su edad era bastante difícil de precisar. Aparentaba unos cincuenta años, pero también podía tener treinta y cinco, o sesenta y cinco. (Por qué no cuatrocientos, señor detective Red Harvest). Tras una copa de anís, entramos rápidamente en tema.

- Señor Rojo, no quiero engañarlo – dijo apoyando los codos en el respaldo del sofá y uniendo las manos, como en una plegaria – porque la película que poseo no está completa. Desgraciadamente se han perdido los quince minutos finales. Tal vez las secretas divinidades que rigen al mundo, sean quienes sean – dijo con una sonrisa que, no sé por qué, me dio escalofríos – lo hayan querido así para mejorar la obra. Si usted ha leído la novelita que sirvió para escribir el guión… bueno, es mala con ganas. La historia es interesante, pero está mal escrita, y el final es forzado y sobreviene de forma casi inexplicable.

- Como la vida misma – respondí.

- Como la vida misma, usted lo ha dicho. Y una prueba de ello es que yo posea la única copia de esa película. Yo, que no soy fetichista, y que a lo largo de mi vida he aprendido que a las cosas hay que saber dejarlas detrás. Como a la vida misma. Pero estoy hablando demasiado, debe ser este buen anís. Antes de hablar de dinero, seguramente usted querrá ver la lata que dispongo.

Se paró, abrió un cajón de un armario y sacó una lata de película. Me la alcanzó y me pidió que la abriera. Toqué la cinta, y créanme que estaba preparado para una puñalada por la espalda o un trago envenenado, pero jamás para el sopor que me invadió.

 

Desperté desnudo, colgado de las muñecas, con las articulaciones crujiendo de dolor. ¿Qué clase de loco me tenía en su poder? La habitación estaba a oscuras y apestaba. Sólo oía los jadeos de mi respiración, estaba a solas con mi terror. ¿Estaba a solas con mi terror? Algo pareció moverse en el piso, en un extremo alejado de la habitación. No podía verlo ni oírlo, pero ahí estaba. No parecía ser una persona.

La preocupación inmediata de averiguar qué era lo que se movía en la oscuridad alejó de mi mente la preocupación de cómo salir de este asunto caminando sobre mis dos piernas. Un maullido aclaró mis pensamientos. Había un gato en la sala, y por los ruidos que hacía, había pegado un salto desde el piso a una mesa. Siguió moviéndose encima de lo que parecían ser cajas. ¿Subía buscando una claraboya? La mínima posibilidad de una abertura hacia el exterior, así fuera del tamaño de un gato, bastó para devolverme un poco de ánimo.

El gato se tomaba su tiempo. Quise gritar para asustarlo y obligarlo a hacer algo, pero de mi garganta apenas salió un aullido ahogado. El gato se asustó, y salió por una pequeña ventanilla oculta entre las cajas. La violencia del salto hizo caer un par de cajas, y una leve claridad se filtró por la ventanilla.

A medida que mis ojos se fueron acostumbrando de nuevo a la luz, alcancé a ver un poster del Partido Nazi en una pared, una mesa, cuchillos, una sierra de carnicero, unos trozos de carne colgando de ganchos. El olor a descomposición pareció hacerse más fuerte. Cuando me di cuenta de que los trozos de carne que colgaban del techo eran piernas y brazos humanos me desmayé.

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