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AMOUR-FEU
"Lo que ha de iluminar, tiene que arder". Anton Wildgans
Hacia 1437, los archivos de Hildesheim registraron la
muerte de un nigromante suizo llamado Dieter Stoltenberg. Dichos anales lo describen como un hombre
alto y seco, de piel clara, cabello muy oscuro y lacio, ojos de
expresión alucinada y carácter hosco. Se habían hallado en su poder manuscritos que describían
el modo de contactarse con espíritus celestiales y demoníacos; varios testigos
declararon, ante el Tribunal de
Esa misma noche, Stoltenberg fue ajusticiado. Al ser llevado a la hoguera se comportó con valor, pero cuando vio en la plaza pública a la joven Helga, se ruborizó violentamente, y su voz perdió el desdeñoso aplomo que hasta entonces había mostrado. En el último instante, juró por "los siete dioses de los siete cielos" que su alma volvería del mundo de las tinieblas para ser una sola carne con su amada.
La joven tenía entonces diecinueve años, y ya llevaba cinco casada con Maximiliano, sin haberle podido darle un descendiente. Por ello, todo el pueblo se alegró cuando, unas semanas después de la ejecución de Stoltenberg, se conoció la noticia del embarazo de Helga. Muchos, entonces, relacionaron ambos hechos, atribuyendo la larga demora en quedar encinta a las brujerías del ajusticiado. La feria de ese año fue la más alegre que nunca se hubiera celebrado, y coincidió con el nacimiento del heredero, un robusto y rubio varón llamado Alejandro. El parto fue dificultoso; nunca más Helga logró quedar embarazada de Maximiliano.
El niño era de carácter vivaz y desenfadado, como su padre; de él también había heredado el rubio cabello enrulado y su constitución ligeramente entrada en carnes. Al crecer, mostró un extraordinario apego a su madre, hacia la que demostraba una devoción infinita. Su padre buscó interesarlo en la caza desde muy temprana edad; si bien nunca mostró un gran amor por la actividad, se reveló tan buen cazador y jinete como Maximiliano, y pronto lo superó en esas lides.
Hacia los trece o catorce años, su carácter comenzó a cambiar, volviéndose cada vez más taciturno. Tenía frecuentes accesos de ira, generalmente motivados por cuestiones irrelevantes. Comenzó a interesarse por la alquimia, y frecuentemente discutía con su confesor, Agustín de Utrecht, acerca de la condición del alma tras la muerte del cuerpo, tema sobre el cual llegó a reunir una magnífica biblioteca - cuyos libros no siempre contaban con la aprobación de Agustín. A los quince años se convirtió en un joven alto y desgarbado, y ya su cabello había oscurecido notablemente; era tan lacio como el de su madre.
Helga, tan hermosa como siempre, era la única persona a la que el joven Alejandro no osaba enfrentar. Frente a ella, era el mismo que solía ser en su niñez, cuando pasaba largas horas sentado a sus pies, oyendo las historias que ella le contaba mientras le acariciaba el rostro.
Una mañana, Alejandro salió a cazar junto con Maximiliano. El muchacho regresó por la tarde solo, y algo nervioso. Dijo que había perdido a su padre en medio de la espesura, y que había preferido volver al palacio tras extraviar el rastro de un ciervo que había estado siguiendo. Por la noche, Maximiliano aún no había retornado. Dos siervos lo encontraron agonizante, la mañana siguiente: había sido apuñalado varias veces. Deliró durante todo el día, murmurando dichos incomprensibles, y murió esa misma noche. La investigación del crimen, conducida por el propio Alejandro, encontró culpables a tres bandoleros, que confesaron el crimen tras ser torturados durante dos días con sus noches. El nuevo señor de Hildesheim pasó esas crueles jornadas en vela, como aquejado de fiebre, y sólo se calmó cuando vio arder a los acusados en la plaza pública. Había obligado a su madre a presenciar la ejecución.
Su gobierno fue duro e ineficaz. Prefería discutir con alquimistas y cabalistas, con quienes formó una nueva corte, célebre por sus desbordes y extravagancias. Mandó matar a Agustín de Utrecht, a quien acusó de confabular contra él y de haber planeado el crimen de Pedro de Lorena, quien había sido atacado por un grupo de desconocidos mientras cruzaba los dominios de Alejandro. El pueblo murmuraba: su soltería y su amor por su madre fomentaban habladurías, potenciadas por el temor que sembraba su crueldad.
No tenía veinte años cuando oyó hablar de Stoltenberg y su extraña profecía. Pidió que se le mostrasen las actas del proceso. Enloquecido por su lectura, hizo exhumar y quemar los restos de Maximiliano; obligó a su madre, bajo amenaza de muerte, a tener comercio carnal con él. Las crónicas afirman que adoró a una heptarquía de dioses quiméricos, presidida por un Ave Fénix vencedor del fuego y de la muerte. Obligó a los nobles de la ciudad a reverenciar a una Astarté representada con los rasgos de Helga, y mandó arrasar las iglesias y destruir los crucifijos.
Sitiado en su palacio por la insurrecta nobleza de Hildesheim, se entregó sin intentar resistir, afirmando que quien ya había derrotado a la muerte no podía temer a nada en este mundo. Fue ahorcado; su cuerpo fue mutilado y quemado en público.
Cuando, semanas después, Helga Von Mannerheim notó que estaba encinta, se abrió las venas en su celda de un convento de Basilea.
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