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CAPÍTULO 15

(Donde el Apóstol Catódico no aparece para nada, pero se cuentan verdades de profundo contenido espiritual) (1)

Viene del Capítulo Anterior

Ricardo Tapia, el hombre que se desmayaba los domingos, tenía una cadena de desarmaderos de pollos. Sus amigos le decían el sordo Tapia, pero en realidad no era sordo: oía con cierto delay. Percibía los sonidos unos tres o cuatro segundos después de producidos. Esto le ocasionaba algunos trastornos, y a la larga le fue fatal.

En Mar del Plata, un día de verano, Tapia pasó la tarde surfeando con Hitler y después fueron a cenar juntos. Pidieron collage de alubias en aceite de estraza y una rodaja de ñoqui con salsa Semen Up, rebajada con ADN de estegosaurio viudo y un touch de caspa de Pablo Echarri, hielo y limón. "Las doctoras no saben de tabas", fue la conclusión de un día de charla. "Tal nena mayonesa para cual pibe hamburguesa", redondeó Tapia, guiñando un ojo.

Luego fueron a tomar algo a un multiespacio, acompañados por un clon travesti de Godzilla que estaba disfrazado de pasante trucho de la AFIP. Los tres pidieron enema de enana, y luego Tapia pidió un trago Volstead con poco gin, para pasar mejor todo lo que se había clavado. Vieron el show de los cazadores de cabezas de la tribu de 12 de Octubre y Avenida 180, se maravillaron con la actuación de Juan Pedro Fasola y su ballet de porristas y se fueron a acostar a las cinco y media, junto a un par de profesionales de las relaciones púbicas. El relato de lo que sucedió entonces no es apropiado para mayores de 97 años y doce días, a menos que lo lean acompañados por sus padres.

Durmieron toda la mañana y se levantaron al mediodía del sábado anterior, cuando el sol del verano irrumpió en la habitación con prepotencia estival. Compraron el diario del mismo día pero del año siguiente, y entonces resolvieron ir a ver el recital de cumbia que, esa noche, iba a haber en el basurero municipal.

Por la tarde fueron a una quinta. Tomaron mate a la sombra de un sauce llorón, un álamo gordo y un pino Solanas. Ricardo Tapia se ofreció a hacerle a Hitler un implante neuronal táctico. Como Hitler no quiso, Tapia le pidió al autor de estas líneas que eliminara de la historia al otrora Führer. Ante este nudo narrativo, como el autor no sabía cómo seguir, Hitler volvió al infierno - del que nunca debió haber salido - y Tapia siguió solo narración adelante, aunque el autor le advirtió que, a partir de entonces, no hiciese reclamos de índole gremial en medio de la historia, ni mucho menos un paro de actividades, so pena de ser despedido del texto.

Frente a esta situación, Tapia llamó a conferencia de prensa para denunciar el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Se hicieron presentes enviados de los periódicos Prensa Hemofílica, El Populista de la Tarde, El Solemne, Ictericia y el vespertino de la comunidad china. Este último recogió la denuncia de Tapia en primera página pero, si bien algunos de los caracteres parecían muy expresivos, casi nadie que no sea chino sabe a ciencia cierta cuál fue su enfoque del tema.

El autor decidió retroceder en la narración hasta el momento en que Tapia decidió ir a ver el recital de cumbia del basurero. Pero Hitler ya estaba de vuelta en el infierno y sería imprudente sacarlo, así que el autor ahora escribe que Tapia se fue solo a la quinta. Y como es un simple personaje, el autor escribe que Tapia olvidó su berretín por el libre albedrío y que vaya a cantarle a Gardel.

Ricardo Tapia, solo bajo la sombra cordial de los árboles, meditó y meditó y meditó sobre su vida durante casi casi siete segundos. Descubrió que nunca le había pasado nada interesante.

Era de familia bebedora: su árbol genealógico era una parra. Durante su temprana juventud había seguido los pasos de su padre: él se había pasado la vida depositando dinero en su cuenta bancaria y Ricardo se la pasó retirándolo.

El dinero se terminó cuando Ricardo decidió comprarse un pasado acorde con su fortuna. Primero se propuso comprarle su pasado al general De Gaulle, pero se encontró con el problema de que el general ya había muerto, y las compraventas de pasados con personas fallecidas son difíciles de realizar por diversos obstáculos legales. Luego se encontró con un militar argentino que gustosamente habría cerrado trato, pero Tapia quería un pasado azul metalizado, y el del militar era negro, y además tenía unas manchas rojas que no le hacían juego con los ojos. "¿Quién no tiene un pasado negro en estos días?" se quejó Tapia. Finalmente, en un rapto de romanticismo del que nunca terminó de arrepentirse, le compró su pasado a un corredor de cordones para zapatos náuticos, que había perdido toda su fortuna jugando a la escoba de doce en el casino de Mar del Plata. La transacción le costó todo su dinero.

Años después, un oportuno accidente lo hizo pasar a mejor vida: quedó viudo y heredero de la fortuna de su esposa. Esta nueva sonrisa del destino le permitió montar la cadena de desarmaderos de pollos que hizo su fama y le permitió echarse a dormir.

Evocando esos recuerdos, Tapia decidió escribir su autobiografía, a la que tituló Ochenta años viviendo al pedo. Dicho título fue objetado por algunos de sus más queridos amigos, quienes le señalaron que, al momento de escribirla, Tapia sólo tenía treinta y siete años.

Al ver su libro publicado, Tapia creyó oír el llamado de la Gloria. Era en realidad el alarmado sonido de la bocina del coche de Dalmiro Sáenz, antes de atropellarlo. Tapia sufrió fracturas múltiples, y murió dos noches antes, sintiéndose como se sentiría un pez soluble en agua.

Vamos a un corte y volvemos. O tal vez no. Quién sabe. A estos extremos nos lleva el agnosticismo apátrida. Para esto querían la democracia...

 (Continúa)

(1) El lector puede saltear la lectura de este capítulo, a los efectos de un mayor disfrute de la obra.

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